La mistertemorfosis

El espejo, normalmente, solía enviarle su propio retrato, pero aquel día tan sólo le remitió la imagen de Mister T. Y no es que ése hubiera sido el primer susto de la mañana ni el primer síntoma de que algo no andaba bien. Ya en la cama, al poco de abrir los ojos, había notado que algo le oprimía el pecho, haciendo más difícil su respiración. Cuando vio que decenas de collares le rodeaban el cuello no pudo menos que alarmarse. ¿De dónde habían salido aquellas joyas? Porque si el oro brillaba en su pecho, también lo hacía en los anillos de sus dedos, y pudo comprobar al palparse los lóbulos que dos aparatosos pendientes le colgaban de las orejas. Quizá le habían tendido una trampa. Alguna persona con muy malas intenciones lo había recargado de alhajas, seguramente para acusarlo de robo. No pudo evitar un estremecimiento al imaginarse un dedo índice señalándolo directamente como el ladrón de aquellas joyas, ¿y qué podía hacer él? Nada: las pruebas estaban en su contra. Podía quitarse de encima todo aquel oro, pero tendría que esconderlo en algún rincón de su cuarto, y eso, si la policía investigaba, era aún más sospechoso. Lo mejor era aparentar normalidad. Saldría de casa como todas las mañanas e iría al trabajo. Si acaso, algún “vaya cómo vas hoy recargado de joyas” de Fernández, su compañero –un tipo envidioso, pero de buen corazón- era el mayor perjuicio que aquellos metales podían ocasionarle. La clave estaba en comportarse con normalidad.
Pero quién podía comportarse con normalidad, si al mirarse al espejo descubría que su peinado tradicional se había transformado en una cresta bastante llamativa, separada por dos tramos de cabeza liso de la vegetación capilar de los parietales, también recortada con la misma minuciosidad que la cresta. Y si sólo fuera eso. Porque un nuevo peinado, o una nueva forma de adornarse podía ser creíble, pero, ¿qué pasaba con el color de su piel? Ahora era más moreno.
Y él no había tomado el sol, o no demasiado. Recordó aquel verano en Benidorm y empezó a ponerse nervioso. Quizá era cierto que una exposición incontrolada al sol traía, inevitablemente, desastrosas consecuencias. Pero, ¿tan desastrosas? ¿Y de la noche a la mañana? ¿Así, volverse negro?
¿Y si su nuevo color de piel también se podía disimular? Siempre podía decir que esa noche se había pasado un poco tomando el sol. Pero, si por las noches no había sol, ¿quién iba a creerle? Diría que era una enfermedad de la piel. Sí, eso sonaba convincente. En este mundo moderno, pensó, las enfermedades raras están a la orden del día.
Claro que sí: ¿las joyas? Pues yo, que ahora soy muy presumido; ¿el nuevo peinado? Pues ya ves tú, por cambiar; ¿el color de la piel? Mira qué perra es la vida, una enfermedad, ya te digo.
Salió de casa con la cabeza bien alta: nadie tenía por qué notar que se había convertido en Mister T.

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