Marta y el extraterrestre

Antes de que la violara un moro, Marta era una chica comprometida con la multiculturalidad. Lo demostró con creces cuando, al aterrizar mi nave por error en su terraza, me auxilió como si fuese un igual, sin preguntarme de dónde venía, ni adónde iba, y sin que sus acciones dejaran de ser naturales, a pesar del hecho evidente de que yo era un extraterrestre. Aunque mi aspecto era humano –mi planeta tiene unas condiciones de vida muy parecidas a las de la tierra-, el platillo volante en el que había llegado me señalaba al instante como un ser de otro planeta. Además, el acento acuoso con el que hablaba castellano, no se parecía en nada a ningún acento extranjero de los que suelen darse en España. En definitiva, yo era la completa otredad, el ser que amenazaba con romper la extrema tolerancia de una Marta que jamás se había enfrentado a un inmigrante como yo. Pero la chica me asumió con una naturalidad nada forzada, basada en sonrisas, palabras y acciones que se notaba formaban parte de su repertorio comunicativo habitual: el mismo ademán que usó para decirme que entrase a casa, bien podría haberlo usado con su padre o con su mejor amiga. Me senté en una mesa de caña comprada en un mercadillo de comercio justo y acepté sin reservas el plato de espinacas que Marta me ofreció no sin antes preguntarme si comer aquello transgredía mi biología, mi cultura o mi religión extraterrestre. Hubiese preferido cenar algo con más substancia, como carne, por ejemplo, pero Marta no consumía nada que no hiciese la fotosíntesis. Al principio atribuí su aversión a la carne a alguna rara configuración digestiva de la chica, o quien sabe si del género humano. Luego me explicó lo que era ser vegetariano, y los motivos que tenía para ello. “Las plantas también están vivas”, dije yo, y ella, poniendo el gesto de quien ha oído eso muchas veces, me dijo que sí, que las plantas estaban vivas, pero que no sufrían porque no tenían sistema nervioso. Me pareció lógico. Siempre que fuese médicamente viable alimentarse de plantas, por qué iba a uno a comerse una criatura que es capaz de sentir dolor.
Esa noche la pasé en su casa, y la siguiente, y la siguiente. Mientras ella estaba en la universidad, o en alguno de los talleres en los que era voluntaria, yo salía a dar una vuelta por el barrio o me quedaba viendo la tele, según. Al cuarto día empecé a sentirme culpable por aprovecharme de la buena voluntad de la chica que de tan buena fe me había ayudado. La situación no podía seguir así. Ella pagaba la casa, y la comida, y corría con todos los gastos mientras yo vagueaba por su hogar sin oficio ni beneficio.
Me fui. Obtuve algo de dinero vendiéndole la nave a un chatarrero y alquilé una pensión. Comí ensalada en un bar cercano y esa tarde la pasé haciendo más o menos lo mismo que hacía en casa de Marta: ver la tele o pasear por el barrio. Pasada la media noche mis tripas reclamaron algo de comida que no pude obtener ni en el bar de debajo de la pensión ni en los supermercados de las proximidades, todos cerrados a aquella hora de la noche. Ésa era una contingencia que no había previsto. Al no conocer los horarios comerciales de los humanos no sabía que, de tener hambre, no podría alimentarme hasta que no fueran al menos las nueve de la mañana. Vaya contratiempo. Anduve sin rumbo por las calles, buscando comida como un errante por el desierto busca el agua. Nada. Hasta los contendores habían sido vaciados ya por la ronda de basureros.
Pero de pronto llegó a mi nariz el inconfundible olor de la col hervida. Salía de las ventanas de un edificio grande y cúbico, casi fantasmal bajo las luces blancas que a media intensidad lo iluminaban por la noche. “Hospital General”, leí. Debía de ser uno de esos almacenes de enfermos. El olor venía de una cantina que encontré cerca del hall. Los cocineros trabajaban tras su puerta cerrada al público, una puerta que yo aporreé hasta la saciedad, consiguiendo sólo asustar a los cocineros, que me amenazaron con llamar a seguridad. Vagué por el hospital como minutos antes había vagado por las calles. Planta primera, planta segunda, planta tercera, planta cuarta.
En el quinto piso, las puertas que se abrían a un lado y otro del corredor mostraban habitaciones que parecían respirar por sí solas, y es que en verdad había un pulmón allí dentro, un fuelle automático conectado a la vida del paciente. Un folleto que encontré en una repisa me puso al tanto del tipo de enfermos que había en esa planta. El papelito era de una ONG que luchaba por los derechos de estos pacientes, quienes, según explicaba la coordinadora –una tal Marta Fernández, quién sabe si la Marta que yo conocía-, no tenían sensibilidad del cuello hacia abajo.
Con una sonrisa en la cara y una fiesta en el estómago, cogí un par de cubiertos de plástico de un carrito que había en el pasillo y entré en una habitación. Cuando ataqué el brazo del enfermo dormido me alegré de haber tenido la paciencia suficiente para esperar que apareciese un alimento permitido por mi dieta. Después de mucho buscar, había obtenido mi recompensa, y sin hacer sufrir a ningún ser vivo. Marta hubiese estado orgullosa.

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