Las gafas

Antes de darme cuenta ya estaba en el segundo piso, perseguido por mi propio brazo que iba un poco más atrás, guiando a otra persona que subía rezagada, con más dificultad que yo, con respiraciones jadeantes quizá debidas al tabaco. Quiero decir que al subir las escaleras no perseguí la cadencia de su culo, ese pantalón que se mueve para que veas sólo el pantalón, porque en ese momento la identidad del culo va asociada al tejano azul y sus dos bolsillos, y aunque hagas el esfuerzo de imaginar el culo desnudo no debes disociar esa imagen de la que tienes frente a tus ojos. Hay que asumir la fenomenología del culo y creer en el pantalón, adorar al pantalón, desear el pantalón. Por más que quiera hacerse hueco la forma cárnica y libre, debemos reducirla a su proyecto, verla sólo por el ángulo del ojo, abstraerla en una luna caliente y futura y colgarla en la habitación hasta que lleguemos. Eso es lo que sé del erotismo. De todas formas en aquel momento no importaba nada de eso porque ella no subió delante de mí, sino detrás. Normalmente eran ellas las que me llevaban a su casa, y el orden de subida era el inverso; ellas subían delante de mí, lentamente, o tal vez muy rápidas, dando saltitos por las escaleras y siempre por las escaleras. Me parece que ellas, al igual que yo, evitan el ascensor en ese tipo de circunstancias. A mí me gusta que el momento de ir a casa sea dinámico, que no haya demasiado tiempo de observarnos ni de que crezcan entre nosotros silencios incómodos, y como no hay lugar más propicio para eso que el ascensor, prefiero evitarlo. Además el ascensor de mi edificio es tan estrecho que los dos únicos ocupantes que caben en él tienen que subir con las caras casi pegadas. Terrible. De todas formas ya digo que casi nunca subía a nadie a mi casa, aunque ese día estaba realmente orgulloso de la chica con la que iba a acostarme y quería que mis compañeros de piso fuesen testigos del acontecimiento. Lo que más deseaba era que José aún estuviese despierto y pudiera verme llegar con ella. La última vez que traje a casa a un ligue, la chica no era demasiado guapa y mi compañero me lo estuvo recordando varios días. Yo me consolaba pensando que peor hubiese sido tirarme a una gorda. La razón por la que prefiero a una fea antes que a una gorda es puramente geométrica: la fealdad afecta a un área mucho más pequeña que el sobrepeso. Las incomodidades de la obesidad, en una relación sexual, son imposibles de apartar, mientras que para no sufrir a una fea basta con cerrar los ojos. Además, las gordas suelen presentar una personalidad casi tan detestable como su cuerpo, algo que representa fielmente, aunque de la manera más abominable, un axioma en el que cada vez creo con más firmeza: la indisolubilidad de la forma y el contenido. Por eso no puedo ni quiero ver el culo más allá del pantalón, y por eso las gordas me parecen seres unívocamente detestables. Por extraño que parezca, el lastre de su físico no las ha convertido en personas discretas o retraídas, sino en chicas festivas, abiertas y aparentemente desacomplejadas. Supongo que esto no sucede en todas las gordas, pero éstas que digo son las únicas a las que tengo acceso. Las otras, que no sé si son mayoría o minoría, estarán encerradas en su cueva de miedos y desconfianzas, un lugar del que, intuyo, sólo pueden salir convirtiéndose en exactamente lo contrario. Obviamente, no tengo reparos en que una chica sea extrovertida. Incluso, en ciertos casos, puedo tolerar la impertinencia. El problema es que, cuando esta forma de ser va asociada a una gorda, el conjunto no puede menos que ser aberrante. Odio que se emborrachen y bailen alrededor de mí, que me digan cosas al oído y que se erijan como almas de una fiesta en la que no son sino planetas incómodos. Marta, la chica que llevaba de la mano, era un poco así. Quiero decir que su personalidad no difería mucho de la de las gordas que describo, aunque por aquello de la forma y el contenido, en una chica tan imponente como ella, además de tolerable me parecía irresistible.
José estaba durmiendo y Cabrera aún no había llegado. Una lástima. Sólo yo iba a ser testigo, al menos por el momento, de la chica que estaba apunto de entrar en mi habitación. Marta, delante de mí, empujó la puerta con una rodilla y enseguida se apropió de la estancia por el procedimiento de observarlo todo valorativamente. No debieron decirle nada mis paredes, porque se apartó de ellas con desinterés y llegó a mi cuerpo con tanta eficacia que pensé que mientras miraba los pósteres y los libros de la estantería había estado en realidad calculando la forma más directa y simple de apoderarse de mi cuello. Caímos en la cama como dos árboles y empezamos a desnudarnos, ella con más destreza que yo. Ante el dilema de quitarme o no los calcetines, decidí lo segundo porque había gastado mucho tiempo en arrancarme unos pantalones que no terminaban de salir y no quería que ella pasase ni un segundo más esperándome desnuda en la cama. Recordé que aún llevaba las gafas puestas cuando, al volcarme sobre Marta, se me deslizaron hasta la punta de la nariz. Aquellas gafas eran lo suficientemente claras como para poder ver bien con ellas, incluso en una oscuridad relativa. Además disimulaban con eficacia el rasgo que menos me gustaba de mi cuerpo: mis ojos. Los tenía ligeramente rasgados hacia abajo, lo que me confería una expresión triste de la que no podía deshacerme ni siquiera al sonreír. La mejora estética que conseguía con aquellas gafas era tan palpable que, desde que las tenía, chicas que antes me ignoraban por completo ahora bailaban a mi alrededor e incluso entablaban conversación conmigo. Había comprado aquellas gafas en una tienda de antigüedades a la que llegué por casualidad, en una de esas tardes que a veces dedico a explorar barrios no habituales en mi rutina. La primera virtud que vi en las gafas, aun antes de poder probármelas y verme frente a un espejo, fue la de su aspecto comedidamente retro. Sin ser ridículas, eran lo suficientemente extravagantes como para que uno pudiera significar su presencia entre la muchedumbre. Esto era, según un consejo que me dio una ex novia, la mejor manera de llamar la atención de las chicas cuando la exhibición de las virtudes físicas no es una posibilidad. Al probarme las gafas, ya en casa, mis buenas sensaciones fueron confirmadas por el rostro que vi en el espejo: con los ojos tristes cubiertos por una veladura vinosa, mi correcta nariz y mi casi sensual boca se convertían en los únicos definidores de mi apariencia facial. Era guapo. Dos semanas habían pasado desde aquello y dos eran las veces que había salido a la discoteca con las gafas puestas. La primera noche ya digo que noté un incremento de mi atractivo en la cantidad de chicas guapas que pululaban en torno a mí. La segunda noche, o sea, la noche que conocí a Marta, salí a la calle dispuesto a certificar mi recién adquirida popularidad. No fue difícil que Marta subiese a mi casa, y mucho menos que se desnudase sobre la cama. Todo sucedió tan rápido que, encontrándome sobre ella como ya he descrito, con las gafas a punto de caérseme, tuve que concederme ese respiro que uno a veces se da cuando los acontecimientos se precipitan demasiado. Para extraer lo máximo de aquel momento y que no sucediese sin más, racionalicé la situación por el procedimiento de rememorar la sucesión de hechos que me habían llevado hasta ahí. Entonces adquirí una cierta distancia respecto de mí mismo y mi desnudez, y pensé que lo mejor era no pensar en nada y entregarme con simplicidad al cuerpo de Marta, que ya me reclamaba con sus extremidades como una criatura del averno dispuesta a llevarse mi alma a las profundidades del colchón.
Las gafas se me desencajaron por segunda vez y decidí quitármelas y dejarlas sobre la estantería. Pensé que Marta, llegados a este punto, no iba a rechazarme por tener los ojos tristes. Al volver la vista hacia la cama, algo terrible estalló frente a mis ojos, como un Big Bang de carnes en penumbra. El cuerpo de mi acompañante había cambiado de forma radical, y si no pensé en la suplantación fue porque aún quedaba algo de Marta en los ojos que me miraban extrañados. Debió notárseme el desconcierto en la cara, porque la chica no tardó en preguntarme si algo iba mal. No podía hacerla partícipe de algo que, obviamente, sólo estaba en mi cabeza. Fuese que me estaba volviendo loco o fuese tal vez un desfase gigantesco entre mis percepciones pasada y presente, era evidente que Marta no había engordado treinta kilos en los cinco segundos que había tardado en quitarme las gafas. Volví a ponérmelas, sin decir nada, por si el problema tuviese que ver con el ligero tinte oscuro que aquellos cristales daban a mi perspectiva del mundo. Quizá Marta, bañada de oscuridades rojizas, me había parecido mucho más delgada y apetecible. Mientras la chica se removía incómoda, sin entender mi turbación, me puse de nuevo las gafas y la miré, volviéndome a encontrar a la Marta con la que había subido a casa. Lejos de ser tranquilizador, este cambio me consternó aún más. Era imposible que unas gafas de sol transformasen a una chica de manera tan contundente. Y aún en el caso de poder aceptar que las gafas tuviesen un tipo de cristal capaz de enflaquecer la realidad, se me presentaba la objeción de que Marta era la única afectada por el cambio. Además, era evidente que la influencia de las gafas no se limitaba a lo puramente óptico. Quiero decir que la chica no se empequeñecía sin más, sino que adelgazaba realmente, con coherencia antropomórfica: se le reducía la cintura, sus caderas eran tersas y de una curvatura precisa, y sus pechos dejaban de ser dos cascadas de masa de pan para convertirse en sendas semiesferas consistentes.



No creo en eso de que todos tengamos nuestros quince minutos de fama, pero estoy seguro de que todo el mundo, sin excepción, experimenta quince segundos de locura. Por suerte, los seres humanos tenemos la capacidad de asumir rápidamente hasta las situaciones más rocambolescas. La televisión, por ejemplo, crea de un año para otro corrientes de opinión o sugiere debates que meses atrás hubiesen sido impensables. La gente asiste a cambios económicos o a la entrada en vigor de nuevas leyes como quien observa un fenómeno meteorológico. Desgraciadamente, no había canal de televisión capaz de asistirme en aquel momento, y hube de reunir por mí mismo el suficiente aplomo para, al menos, tomar una decisión. Tenía dos opciones: consumar el acto o inventarme algo para que Marta se fuese. Ahora que conocía la realidad física de mi acompañante, una barrera visceral me impedía acostarme con ella. Sólo me quedaba pasar el mal trago de decirle que se marchase. Eran muchas las posibles excusas y no me costó demasiado elegir una. Le dije que tenía novia y que justo ahora acababa de darme cuenta de que lo que estaba haciendo era un error. No le gustaron mis palabras y en cuanto pudo asumirlas se levantó de la cama haciendo todo lo posible para que en sus gestos se leyese el disgusto. Intentar consolarla estaba de más. Marta comprendió enseguida que lo mejor para los dos era que se vistiese en silencio y se fuese de mi casa. Al sentarse en el borde de la cama para enfundarse los pantalones, su culo me rozó la rodilla, lo que me llevó hasta ese momento en que ambos subíamos por la escalera y yo reflexionaba sobre sus pantalones. Entonces ella iba detrás de mí y no había podido verlos subir, aunque poco me importaba, porque me había pasado todo el camino a casa observándole la silueta. No podía imaginar entonces que aquella chica de la que tan orgulloso estaba era una gorda con la que, en circunstancias normales, no hubiese compartido ni un refresco.
Los derramamientos de culo fueron contenidos al fin por el pantalón azul y pensé, mientras se lo abrochaba, en una frase que una vez le leí a alguien: la mujer, cuando se viste después del acto, compone una imagen más obscena que antes, cuando se quitó la ropa. Aquello me pareció más cierto que nunca y sonreí amargamente. Su desnudez, obscenidad lacerante de por sí, estaba siendo cubierta con aspavientos malhumorados después de una relación fallida. Nada podía ser más impúdico.
Aunque lo que más deseaba era enterrarme bajo las mantas y que Marta desapareciese cuanto antes, lo menos que podía hacer por ella era vestirme yo también y acompañarla a la puerta. No tardé demasiado en enfundarme la camiseta y los pantalones, y en cuanto lo hice abrí la puerta del cuarto para que ambos avanzásemos en silencio por la oscuridad del pasillo. Me tranquilizó oír los ronquidos de José al otro lado de su puerta. Eso significaba que podría cerrar el episodio con discreción, sin que ninguno de mis compañeros fuese testigo del paquidermo que había traído a casa. Lo peor de todo era que, si me descubrían, pensarían que me había acostado con Marta, y no podría explicarles que no había sido así a menos que las gafas tuviesen en verdad un poder sobrenatural y pudiera dejárselas a José o a Cabrera para que ellos también lo experimentaran. Pero no estaba seguro de eso. En realidad, aún no estaba seguro de nada. Estableciendo como premisa mi escepticismo respecto a la cualidad mágica de las gafas, lo más lógico era pensar que alcohol consumido en la discoteca me había sentado mal o que un improbable gracioso había puesto una improbable droga en mi vaso. Pero eso tampoco tenía sentido. Pensar que una droga podía trastornar de aquella manera mi percepción era casi tan descabellado como atribuir a las gafas el poder de adelgazar a Marta. Hubiese seguido dándole vueltas al asunto de no ser porque un ruido en el descansillo de la escalera me hizo abandonar la introspección para ser sólo un ojo que observaba a través de la mirilla y una mano que se apartaba rápidamente del pomo. Marta debió preguntarse por qué no abría la puerta de una maldita vez, y aunque me hubiese gustado responderle que Cabrera estaba al otro lado de la madera, apunto de introducir la llave y sorprendernos a las dos, sólo pude armar la mentira más convincente de que fui capaz para conseguir que ambos volviésemos a mi habitación. Le dije que despedirnos de aquella forma tan hosca me hacía sentir mal y que deseaba con todas mis fuerzas que fuésemos a mi habitación a tomar una última copa y charlar. No pudo pensárselo demasiado porque ya mi mano la guiaba de nuevo al cuarto toda vez que un ruido a mi espalda confirmaba la llegada de Cabrera. Cerré la puerta de la habitación a tiempo de salvaguardar mi secreto y le ofrecí a Marta una silla rápidamente despojada por mis ademanes nerviosos de los objetos y ropas que la cubrían.



Cabrera estaba en la cocina, preparándose el vaso de leche que todas las noches se bebía antes de ir a la cama. Al verme en calcetines y con la camiseta del revés pensó que me acababa de levantar para amonestarle por el ruido que estaba haciendo. Era cierto que a menudo José o yo le llamábamos la atención por la inconsciencia con la que pululaba por la casa a altas horas de la madrugada. Sin embargo, en ese momento no me molestaba su desconsideración al cerrar los armarios de un portazo ni su forma ruidosa de remover el azúcar. Tan sólo quería que su habitual pasividad jugase esta vez a mi favor, y que no hiciera ninguna pregunta al verme sacar dos bebidas frigorífico. Por el momento, las cosas estaban saliendo bien. Después de darse la vuelta y saludarme lacónicamente volvió a darme la espalda para volcarse sobre el vaso de leche. Abrí la nevera con la tensión de quien desactiva una bomba y arranqué de sus respectivas estanterías un bote de coca cola y un botellín de cerveza. Detrás de mí se escuchaban los ruidos que Cabrera hacía al tragar, lo que sólo podía significar que la leche estaba a punto de agotarse. Intenté cerrar el frigorífico lo más rápido posible para salir de allí cuando antes, pero al darme la vuelta mi compañero estaba ya vuelto hacia mí, con el vaso vacío en la mano y buscando con la vista el fregadero. En su trayectoria visual debieron interponerse mis dos bebidas, porque sólo así se explica que alguien como él tuviese la perspicacia de evaluar lo que acababa de sacar del frigorífico. Pero lo hizo. Antes de que pudiese salir de allí me pregunto para qué quería una cerveza y una coca cola. Yo, sabiendo que una explicación rápida y natural, aunque sea un poco absurda, siempre es más persuasiva que un argumento convincente expuesto entre titubeos, comenté con simplicidad que aún no había decido qué tomar y prefería llevarme las dos bebidas a la habitación y elegir allí. Gracias a Dios, la gente simple suele ser siempre idéntica a sí misma y Cabrera actuó justamente como había previsto: dejó el vaso en el fregadero y no volvió a preguntarme nada.
En la habitación me esperaba Marta, desparramada sobre mi silla con el gesto ausente de haber estado pensando en sus cosas. Le di a elegir de entre mis manos izquierda y derecha y se quedó con la que correspondía a la cerveza. Yo hubiese preferido no beberme la coca cola, pero dadas las circunstancias no cabía por mi parte ninguna exigencia. Al abrir el bote de refresco y llevármelo a los labios constaté con el ángulo del ojo que Marta estaba dándole vueltas al botellín sin saber cómo abrirlo. Con las prisas, había olvidado coger un abridor. Así que volví a la cocina y registré el cajón de los cubiertos hasta encontrar una navaja multiusos. Seguramente, Cabrera se había llevado el abridor bueno a su habitación, algo que solía hacer a menudo para desesperación mía y de José. De nuevo en el cuarto, le di a Marta la navaja y volví a sentarme en la cama para beber un trago de coca cola. Atravesado por la efervescencia, vi las gafas en la estantería y pensé en volver a ponérmelas para comprobar si su efecto seguía vigente. Cuando el cuerpo de Marta volvió a ser delgado y bonito, decidí dejármelas puestas. Ya que iba a tener que soportarla, prefería hacerlo bajo la ilusión perceptiva de estar con una chica deseable. Marta, mientras tanto, había abierto el botellín de cerveza y ahora examinaba el vidrio al trasluz de la lamparita. Iba a preguntarle si había algún problema, pero fue ella quien habló, exponiendo una objeción con la que no contaba: la zona del tapón estaba manchada de óxido. Por más que me ofrecí a limpiarla, se negó a beber directamente de la botella. Entonces pensé que, aunque no me costaba demasiado volver a la cocina a por un vaso, ahora que el piso estaba despejado, era aún más sencillo retomar mi plan original: echar a Marta de casa. Ya estaba urdiendo una excusa para hacerla desaparecer cuando una voz procedente del pasillo detuvo mis engranajes mentales: José había salido de su habitación y estaba aporreando la puerta de Cabrera, culpándole de haber hecho ruido. Esto trastocó mi plan de echar a Marta, y más grande fue mi frustración cuando entendí en las palabras de José que los ruidos que éste le achacaba a Cabrera habían sido en realidad provocados por mí al revolver el cajón de los cubiertos. Sólo podía hacer una cosa: volver a la cocina, coger un vaso y retener a Marta en mi cuarto hasta que el pasillo se despejase.
Mi salida al pasillo coincidió con la aparición de Cabrera bajo el marco de su puerta. José y él me miraron un momento y luego siguieron discutiendo en la oscuridad del corredor hasta que decidieron trasladar el conflicto al ámbito fluorescente que yo acababa de inaugurar en la cocina. Aunque el motivo que les había llevado a perseguirme hasta allí no era más consciente que el de los mosquitos que van a la luz, la presencia de mis compañeros no dejaba de entorpecerme. Para colmo de males, Cabrera me involucró en la discusión al señalar que había sido yo quien había abierto el cajón.




CABRERA: Yo me he bebido la leche y con las mismas he ido a acostarme.
JOSÉ: Siempre hay un abismo entre lo que tú crees que haces y lo que los demás percibimos que haces. Aunque creas que sólo te has tomado un vaso de leche y no seas consciente de los ruidos que has provocado, desde mi habitación sonaba como si estuvieses tocando la batería con las cucharas.
CABRERA: Yo también lo he oído, pero no he sido yo. Habrá sido él.
YO: Sí, he sido yo. Hace un momento he salido a buscar el abridor, ¿dónde estaba el abridor?
JOSÉ: ¿Estaba en tu habitación?
CABRERA: Sí…
YO: Bueno, caso resuelto.
JOSÉ: ¿Para qué quieres un abridor?
YO: ¿Tú qué crees? Para abrir una botella de cerveza.
CABRERA: ¿Al final te has decido por la cerveza?
YO: Sí.
CABRERA: Pues mete la coca cola a la nevera, que sólo queda una y a lo mejor me la tomo luego.
YO: ¿Cuándo es luego? Son las cuatro, no creo que te la tomes hasta mañana.
JOSÉ: ¿De qué estáis hablando?
CABRERA: Se ha llevado a su habitación una cerveza y una coca cola. Sólo queda un bote y a lo mejor luego me apetece bebérmelo. No le cuesta nada meterlo en el frigorífico.
JOSÉ: Tú eres tonto.
YO: ¿Me dices a mí?
JOSÉ: No, le digo a Cabrera. Es tonto por no darse cuenta de que le estás mintiendo.
YO: ¿Qué dices?
JOSÉ: Hay alguien en tu habitación.
CABRERA: ¿Sí?
YO: No.
JOSÉ: Claro que sí, no me creo que te hayas llevado dos bebidas a la habitación si sólo vas a beberte una.
YO: ¿Entonces por qué ahora he cogido sólo un vaso?
JOSÉ: Eso confirma mi teoría. Tú siempre bebes en botella.
YO: Estaba manchada de óxido.
JOSÉ: ¡Qué casualidad! Colecciono cervezas con óxido. Déjame que te acompañe a la habitación y me lleve la botella.
YO: Antes tengo que beberme la cerveza. Acuéstate y mañana te la doy, te lo prometo.
CABRERA: ¿Es que hay una tía en tu habitación?
JOSÉ: No seas mal pensado, lo único que hay en su habitación es una botella con óxido. Estoy deseando verla.
YO: Mañana te la doy.
JOSÉ: Lo mismo te da dármela hoy que mañana.
YO: Antes tendré que bebérmela. Si te esperas quince minutos voy a tu habitación y te la doy.
JOSÉ: Puedes vaciarla entera en el vaso.
YO: No cabe, es un tercio de litro.
JOSÉ: Nunca compramos botellas de tercio.
CABRERA: Sólo hay botellines de quinto.
YO: Estoy empezando a cansarme.
JOSÉ: Yo también. Esta discusión no tiene ningún sentido. Somos dos contra uno: podemos entrar en tu habitación por la fuerza y descubrir qué estás escondiendo. Por cierto, ¿Por qué llevas esas gafas de sol? ¿Vas drogado?




En este punto, supe que José descubriría a Marta tarde o temprano. Yo no estaba en condiciones de zanjar la cuestión de manera contundente y si continuaba discutiendo corría el riesgo de que la chica se desesperase y viniese a la cocina a ver qué pasaba. Así pues, ya que era inevitable que José acabara viendo a Marta, la solución a mi problema pasaba por conseguir que cuando lo hiciera llevase puestas las gafas. Mi plan se dividía en dos fases. La primera y más sencilla era conseguir que Cabrera se esfumase, ya que no disponía de otro par de gafas para él. La segunda y bastante más complicada era convencer a José para que llevase puestas mis gafas y no se las quitara en ningún momento. Como había augurado, no fue difícil hacer desaparecer a Cabrera. Lo que hice fue, antes que nada, reconocer que había una chica en mi habitación. Después, sabiendo que José no tenía ningún interés en que el otro compañero participase, sugerí que, en caso de mostrar a Marta, sólo uno de los dos podría verla. Bajo esta condición, fue José el que se encargó de mandar a Cabrera a su cuarto, aunque nada más hacerlo me miró expectante, demandando su recompensa. Comenzaba, pues, la segunda fase del plan. Tenía que conseguir que José se pusiera las gafas. En un primer momento pensé en un truco que siempre funciona con los niños: hacerle creer que mis gafas eran únicas e intransferibles y que bajo ningún concepto dejaría que nadie se las probase. Eso haría que José, inmediatamente, se sintiera en la obligación de apoderarse de ellas. Claro que este engaño no me garantizaba que las fuera a llevar puestas hasta llegar a la habitación, y aun menos que en la oscuridad del cuarto no se las quitase. Así que, finalmente, decidí exponerle sin ambages la necesidad de que llevase puestas mis gafas de sol, dispuesto a improvisar cualquier cosa convincente.




José, delante de mí, estaba a punto de abrir la puerta de mi habitación. Había conseguido endosarle las gafas después de que las mentiras se multiplicasen en mi boca, concatenadas para edificar el argumento que al fin había hecho ceder a mi compañero: Marta padecía una rara fobia consistente en no poder mirar a la gente a los ojos. Para mayor seguridad, era conveniente que todos sus interlocutores se cubrieran con unas gafas de sol. Mentalicé a mi compañero de la seriedad de la situación, conminándole a que de ninguna manera se saltase el protocolo. Sé que le convencí porque, después de todo, ¿qué otro motivo iba a tener yo para querer ponerle mis gafas?
Era más difícil, sin embargo, que Marta asumiese la intrusión de mi compañero, sobre todo teniendo en cuenta que yo no pude entrar con él en la habitación: si quería hacer creíble la fobia de la chica, no podía interactuar con ella con los ojos destapados. Por suerte, José supo desenvolverse y hacer oportuna su presencia. Antes de que Marta pudiera decir nada, mi compañero expuso que había venido a pedirle disculpas por el mal estado de la botella. Él era el que había comprado la cerveza, dijo, y se sentía avergonzado de que un invitado no pudiera disfrutarla en condiciones óptimas. Dicho esto, salió de la habitación y se quitó las gafas, haciendo antes de marcharse un gesto de aprobación que me tradujo la siguiente certeza: las gafas habían hecho efecto también en él y la verdadera condición de Marta seguía siendo un secreto. No pude menos que respirar aliviado. Aunque seguía siendo desconcertante que las gafas tuvieran semejante poder, la actitud de José alejaba de mí cualquier sospecha de estar volviéndome loco. Entré en la habitación y me senté sobre la cama. La coca cola se había calentado, pero no me importaba. Marta vertió la cerveza en el vaso que le di y bebió un par de tragos sin decir nada, dispuesta a barrer con su silencio la incómoda situación a la que la acababa de someter haciendo que mi compañero entrase en el cuarto. No me hizo ningún reproche, seguramente porque había archivado el hecho entre los ya numerosos absurdos que había presenciado aquella noche. Admiro la capacidad que tienen algunas personas de dejar correr los acontecimientos extraños sin demandar explicaciones que sólo pueden ser prosaicas. Después de todo, me dije, puede que la psique de Marta merezca la pena. Era una lástima que la chica no fuese un poco más delgada o, visto desde otro punto, que la virtud mágica de las gafas no fuera un atributo implantado en la retina de todos.



Cuando el vaso de Marta fue un vaso vacío, ambos estuvimos de acuerdo en la conveniencia de despedirnos. Habíamos estado hablando de cosas intranscendentes, sin que ninguno sacase el tema de nuestra relación frustrada. Marta mostraba menos arrojo que en la discoteca, quizá porque el alcohol había disminuido en su sangre o tal vez porque mi detención repentina en la cama había despertado en ella algún antiguo complejo. Durante el rato que estuvimos hablando no consideré necesario llevar puestas las gafas. Podía transigir con el físico de Marta si de lo que se trataba era exclusivamente de hablar, y además me inquietaba la sensación de no estar percibiendo la realidad tal como era.
La acompañé a la puerta con un brazo en su espalda, acompañando su avance, y una vez allí nos despedimos con frialdad, sabiendo ambos que jamás volveríamos a vernos. Su presencia fue un rumor de pasos que se alejaba por la escalera toda vez que la mía era la constancia de un cuerpo cansado más tarde concretado en largas ojeras y labios maltratados por el frío y la noche. Sonreí frente al espejo del cuarto de baño y salí al pasillo quitándome la camiseta, dispuesto a enterrar para siempre aquella noche.

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