Lo que come mi bebé

Luisa, la directora de recursos humanos, cerró por dentro la puerta de su despacho. Se acuclilló sobre una papelera metálica y el ruido de sus tripas dio paso a una tormenta de mierda semisólida. Sacó del bolso un paquete de toallitas y se limpió. La papelera no tenía bolsa y cuando Luisa la volcó por la ventana hacia el jardín interior de abajo, restos de materia quedaron en sus paredes. No pudiendo limpiarlos, la directora optó por tirar también la papelera.
Abrió las tres ventanas del despacho y perfumó la estancia con un spray antiinsectos que encontró en el fondo de un cajón. Al sentarse notó que le escocía el ano. “¿No me he limpiado bien con las toallitas?”, se preguntó, “¿o es que estoy tan acostumbrada al bidé, que una limpieza en seco, por muy meticulosa que sea, no deja de producirme picor anal?" Sea como fuere, ya no podía hacer otra cosa. Se le había soltado la tripa al entrar a su despacho, y con los servicios de su planta averiados, no podía permitirse buscar un retrete más alejado.
El olor se había esfumado por completo. Luisa cerró las ventanas toda vez que la secretaria anunciaba por el altavoz la llegada del señor López.


Alfredo cruzó la puerta cabizbajo. No es que el gran sillón de la directora lo intimidara, es que Alfredo andaba así, era su postura. En la empresa lo habían criticado más de una vez por llevar siempre la cabeza metida entre los hombros. Decían que un encargado no puede andar con el gesto de haber llegado el último a la fábrica. Pero Alfredo no tenía necesidad de ir sacando el pecho. Todo el mundo le respetaba.
-¡Ay, Alfredo, cuánto te respetamos! –le decían los trabajadores de su sección.
-Siéntese –le dijo la directora de recursos humanos.
Alfredo tomó asiento frente a una mesa de despacho colosal, un abismo de madera que separaba la tranquilidad del encargado del gesto algo crispado de Luisa.
-Bueno –dijo la directora-. Voy a ser breve.
Se removió un poco en la silla y carraspeó.
-Estos últimos meses ha habido un desfase en la sección veintitrés. Al principio no le dimos mucha importancia porque se trataba de un desajuste local: después de la cinta de envasado, varias cajas de producto desaparecen para reaparecer otra vez en el carril de etiquetado. Esto no era ninguna anomalía grave porque, después de todo, las cajas estaban presentes al final y hasta podría tratarse de un error en la calibración de los contadores. Pero claro, teníamos que comprobarlo.
La directora se levantó y abrió un armario para que apareciese una televisión negra. Sacó del cajón una cinta de vídeo y la introdujo en el reproductor. Alfredo miró la grabación con un gesto que no traducía nada. El vídeo llegó a su fin y la mujer escondió de nuevo la pantalla.
-Por supuesto, señor López, esto supone un despido inmediato. Pero la cosa no puede quedar ahí. Hemos dado parte a las autoridades y, en el mejor de los casos, se le imputará por un delito contra la salud pública. El sargento Villanueva debe estar apunto de llegar.

-Mi hijo, que llega el otro día de Venezuela, que se fue a estudiar. Sí, a estudiar a Venezuela, ya te cagas. Tres meses, con una beca o no sé qué historia. Bueno, pues llega y lo veo que habla raro, como seseando. Que si habitasión, que si aire acondisionado. Y al final se me hincharon los cojones, claro, estábamos comiendo y me soltó que si había servesa. Le metí una hostia sin mediar palabra y ahora habla el castellano mejor que el rey. Con todas las letras. Habitación, aire acondicionado, cerveza. Bueno, que me entretienes, Pacheco, vamos a la conservera, que te vas a cagar cuando te lo diga. Según me ha dicho el sargento en la fábrica faltaba producción, o vieron que había algo raro, o no sé. Pusieron cámaras ocultas para grabar todos los rincones de la sección, en plan secreto, que sólo lo sabían dos o tres jefes. Bueno, te lo cuento y no te lo crees, Pacheco: el encargado se estaba follando los potitos, se los llevaba a una habitación, se daba el gusto, luego los metía otra vez en la cinta, así tal cual, y para los supermercados.

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