Tú, tu hija y tus dos dobles

Abres la puerta del cuarto de tu hija a más velocidad de la que ella puede emplear en sacarse el pene de la boca. Y aunque sabe que la has visto y nada de lo que haga puede volver atrás el tiempo, salta de la cama con la elasticidad de sus quince años y cuando la ves ceñirse los tejanos y la camiseta de Piolín, apenas puedes creer que hace tan sólo un minuto tuviese un pene en la boca. El hombre que hay en la cama lleva puesto un pasamontañas, y aunque no le ves la cara, por el bello de sus brazos y su tripa calculas que debe de andar por los cuarenta y tantos, o sea, triplica la edad de tu hija, y seguramente por eso se resigna más que la chica y en vez de saltar de la cama se desploma sobre ella, poniendo la vista en la escayola del techo para concederse tiempo o para concederte tiempo. Pero ni él dice nada ni tú te vas de la habitación; en vez de eso permaneces recortado en el marco de la puerta con la misma cara que tendría cualquier padre que hubiese visto a su hija con un pene en la boca. Y es la chica el único elemento móvil del triángulo humano, porque ni el tipo del pasamontañas se levanta de la cama ni tú te mueves de la puerta, sólo ella da vueltas por la habitación, sin saber qué hacer, hasta que al fin se para en un lugar cualquiera y deja fija la vista en un rincón que tú no ves, porque aún estás en la entrada del cuarto y sólo ves de la habitación la mitad. Notas que te duele la muñeca y al mirártela ves que aún tienes agarrado el pomo de la puerta. Lo sueltas para que vuelva a su posición y el ruido metálico que produce parece romper el hechizo de la inmovilidad: el hombre que hay en la cama se incorpora, tú avanzas hacia él dispuesto a romperle la cabeza y tu hija levanta las manos y grita, pero no te mira a ti, ni al hombre de la cama, sino al rincón al que ha estado mirando todo el rato, el rincón que tú antes no veías y ahora tampoco, porque estás demasiado ocupado abalanzándote sobre el tipo del pasamontañas. Pero en ese rincón hay un hombre, y ese hombre lleva una pistola. Dispara al aire para llamar tu atención y tú dejas el forcejeo y le miras. El hombre es exactamente igual que tú. No sabes cómo encajar eso y haces lo único que puedes hacer: correr. Sales de la habitación y avanzas a trompicones por el pasillo. Atrás has dejado a tu hija, pero el miedo se impone a la voluntad de protegerla y sólo puedes correr hacia delante para abrir la puerta del armario y esconderte dentro. De repente notas un dolor intenso que alcanza todo el cuerpo. No sabes qué pasa, pero por suerte el dolor termina y de nuevo te sientes bien, o relativamente bien, teniendo en cuenta que acabas de ver a tu hija con un pene en la boca y, lo que es peor, acabas de verte a ti mismo. Sales del armario a hurtadillas y a través de la ventana ves que el cielo está más claro de lo que antes estaba. El sol aún no se ha metido. Es posible que al entrar al armario te desmayases del miedo y hayas estado durmiendo casi un día completo. Andas por la casa en busca de un reencuentro con la normalidad, pero al entrar al salón la situación se vuelve aún más confusa: en la televisión están dando el mismo partido de fútbol que tú estabas viendo cuando oíste ruidos en la habitación de tu hija y fuiste a ver qué pasaba. Ves una calva emerger del sillón y te acercas por detrás para comprobar que es tu propia calva. Tú otra vez, o tu doble. Y está haciendo exactamente lo mismo que estabas haciendo tú minutos antes de sorprender a tu hija con un pene en la boca. Entonces recuerdas que antes de entrar en el armario dejaste sola a tu hija con tu doble y el tipo del pasamontañas. Te reprochas haber salido corriendo como un cobarde, pero de nada sirve lamentarse. Vas al garaje y coges tu pistola. Mientras compruebas que el arma tiene munición en tu cabeza se reinstala la imagen de aquel pene flácido en la boca de tu hija. La sangre te hierve al imaginar aquello, pero sabes que no es justo enfadarte con la chica cuando ella puede estar corriendo peligro. Vuelves a su habitación y cuando entras está desnuda, y sola. No encaja muy bien que hayas entrado en su cuarto sin llamar a la puerta. Te dice que te vayas mientras se tapa el sexo con una mano. Te dice que eres un cerdo. Mira la pistola y grita. Intentas calmarla, intentas explicarle lo que pasa, pero ni tú sabes muy bien qué está ocurriendo. Alguien entra de repente en la habitación y sin reparar en tu presencia tira a tu hija sobre la cama y le introduce el pene en la boca. Es el hombre del pasamontañas. Vas a dispararle cuando de nuevo se abre la puerta y un silencio sepulcral se extiende por la estancia como un gas que en pocos segundos llena todos los rincones del cuarto. Tú no ves al hombre que hay en la puerta, porque la propia puerta te tapa. Pasan unos segundos. Tu hija ya se ha deshecho del hombre del pasamontañas, se ha puesto la ropa y ahora te mira con ojos de terror. El hombre que hay en la puerta avanza hacia el tipo del pasamontañas y en su espalda reconoces la tuya. Disparas al aire y él te mira. También tiene tu cara. Sale despavorido. Corres tras él y ves cómo se mete en el armario. Abres la puerta pero él ya no está. Te metes dentro y le buscas por todos los rincones como si fuera a estar escondido entres los pliegues de la ropa de invierno. Pero allí no hay nadie. De nuevo notas ese dolor por todo el cuerpo y de nuevo el dolor desaparece. Sales del armario y casi te topas con tu doble, que avanza con un arma en la mano hacia la habitación de tu hija. Por suerte no te ha visto, y para que no te vea en el futuro, o al menos no sepa que eres su doble, se ponga nervioso y te pegue un tiro, coges un pasamontañas de un cajón del mueble del pasillo. Recuerdas que tu hija tenía un pene en la boca y el malhumor que sentiste al verla la primera vez vuelve a poseerte. El deseo de castigarla empieza a ser mayor que el deseo de protegerla. Tú le enseñarás a no ser una puta. Entras en la habitación y la tiras sobre la cama. La fuerzas a que se trague tu miembro, pero no durará mucho la relación porque pronto entrará alguien en el cuarto. Es tu doble otra vez, y al mirar hacia la puerta ves que también hay un doble tuyo en un rincón de la habitación. Definitivamente, te has vuelto loco. Te derrumbas sobre la cama mientras tu hija se pone la ropa. Más tarde te incorporas y apenas te llegan los reflejos para defenderte de la lluvia de golpes que uno de tus dobles lanza sobre ti. Por suerte, el otro dispara al aire y tu agresor se da la vuelta. Luego se va corriendo y el de la pistola le sigue. Sales al pasillo y ves que han desaparecido. Ya no aparecerán más esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente. Te convencerás a ti mismo de que la historia de los dobles fue una alucinación pasajera, y tu hija hará lo mismo que tú: olvidará que por un momento tuvo tres padres y que uno de ellos le metió el pene en la boca.

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